La ventana

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Desde que el sol estuvo sobre nosotros, en el pináculo más encumbrado del cielo, comenzaron al llegar. Yo era apenas un niño y lo recuerdo todo tan vívidamente, tan hondamente…tan fatalmente.

En lo adelante ningún día fue como aquel día. Ese día fue quedando atrás en las fechas y en lo adelante me acompaño por siempre. A veces, despertaba a mitad de la noche; expulsado por una fuerza, de la lívida inconsciencia del sueño. Sudado, como quien despierta y de súbito se descubre ataviado de sus mortajas, en la más húmeda penumbra del sepulcro de su familia; imbuido por un sopor, con los ojos desorbitados. Pasaba cerca del hogar y me arrojaba a la calle polvorienta, grisácea, bajo el mórbido brillo de escasas estrellas; buscando en las calendas algo que me ayudara. De pronto sentía otra vez como si fuera ese día.

¿Qué edad tenía entonces? no lo sé, no mucha supongo. Las piernas de mi madre eran como las columnas del templo entre las que solía jugar. Bueno, hasta aquel día, lo que vi esa tarde minó mi interés por el mundo. Todo lo que me causaba fascinación ensombreció en un momento. La gente aparecía de entre la sombra como fantasmas de repente; como invocados por el odio se escurrían de entre los valles, de entre las barcas grandes y pequeñas que venían en hileras como grandes serpientes por y sobre la honda brusquedad de aquel rio, de todas partes…

Yo estaba como helado en mitad de la plaza, atrapado por una fascinación ante tanto tumulto. Todos esos seres de tantos colores y tamaños, mujeres y hombres, algunos mozos y aquellos ancianos de tres patas se apretujaban para ganar un lugar; supuse que mejor para ver…algo. Era una caterva desordenada y hedionda. Los que quedaban atrás, cada vez más raudos y en tropel, se apiñaban en el foro.

El lugar bullía entre tanto vocerío y algazara; una borrasca incipiente. ¿De donde había venido tanta gente? aún lo ignoro ¿como? tampoco lo sé. Ese, mi pueblo, no era muy conocido. No a muchos le interesaba, a mi sí. Aquellas calles polvorientas; la sombra de los callejones entre los que acostumbraba corretear. Ahora entiendo que eso no bastaba para algunos, ni el color tostado de las casas, ni los lindos perritos que vagaban conmigo por ahí.

Este rumor anduvo mucho tiempo sin ser oído, hasta que la decisión fue tomada y entonces; fue llevado con nosotros.

Hasta aquel día tantas personas solo las había visto pasar. Vestidas con armaduras relucientes como el oro y espadas y escudos. Eran batallones, pasaban siempre al atardecer, cuando la sombra caía sobre todo; como para no vernos. Pasar por ahí era su última opción. La guerra y la enfermedad nos habían hecho.

¿Cuánto tiempo ha pasado? mucho, espero, ya no sé si hablo o pienso. Todo cuanto gané, lo usé para comprar a un viajero que no conociera, que no volviera a ver: un papiro, una tintura y un cálamo con que ahora escribo esto con la esperanza de que el vacio, el tedio y el pesar cesen; males tantos que no consigo pronunciar en lengua alguna, desde ese día todos mis días se escribieron para este fin.

Antes anduve por tantos caminos con el caballo que me legó mi abuelo, yo lo amaba. Él entendía la oquedad en mi mirada; buscando un maestro de quien aprender a escribir y leer. Yo, quien soñaba con irme un día con esas tropas y no volver; de alguna forma he tenido que salir de aquí.

La llama en el candíl resplandecía sobre el pliego de papiro. La noche es apenas un engendro que nace, todos han sido invitados al sueño y yo aquí continuo.

La ejecución empezó cerca de la caída del sol, bajo un cielo plomizo y un sol evanescente, rojo, intensamente rojo; una inteligible mancha entre neblinas. Los cascos de los caballos anunciaron su llegada. La inseparable oleada de personas de pronto se quebró para dar paso a la lúgubre caravana, no se sabe con certeza de donde habían venido, mas si bien si es cierto esto; también es cierto que procedían los caballos de exquisita descendencia…; fuertes de contextura, regios, de grandes ancas; a cada paso hundían el casco de sus patas en la tierra como un estigma.

Unas cadenas sostenían un hombre; demasiado gruesas, demasiado; capaces de inmovilizar la más fiera de las bestias. El condenado llego tras los caballos. ¿Qué pudo haber hecho aquel hombre?, ¿Quién era?, ¿Por cuánto tiempo le habrán buscado?. La muchedumbre enloqueció al verlo.

El viento estaba quieto, como dormido sobre la rama de este y otro árbol. Los alaridos comenzaron, eran interminables y sin pausa, pronto sofocaron el espacio. La multitud fue abrazada por una euforia terrible; el frenesí incesante de sus voces y ademanes. Yo estaba inerte a mitad de aquel espectáculo lujurioso. La sangre se deslizaba a raudales por los maderos. No se hizo de esperar la hora de tañer las voces de la gente en notas cada vez más tristes, más apenadas y luego una euforia distinta, gritos de horror; al unísono del condenado. La sangre corría por entre los mosaicos. Una masacre de proporciones tal que en un solo hombre se ofreció toda una hecatombe.

Mientras iba al internado por orden de mi padre no escuché, no supe nunca de algo así; ni siquiera entre sus historias encontré algo tal cual; y mi padre era un soldado ya veterano. Tras sus floretes y carabinas vivía la mente más enturbiada, a veces, por los vitrales de nuestra capilla lo veía perderse sin ir ningún lado por entre los viñedos; agitaba su cabeza para volver en sí, se ajustaba la peluca y se acomodaba la levita negra, siempre negra, ¿Por qué insistía en vestirme de blanco entonces?

No puedo dormir, no he podido. Es como si hubiese estado ahí; tan solo una leyenda, tan solo una. Mi cama es cada vez más parecida a un sepulcro, no concilio el sueño y cuando lo he conseguido vuelvo a ser echado como expulsado de ese reino. Un orfeón de cantos secreteados, inteligibles; que anidan sobre la almohada y salgo huyendo de mi lecho. No quiero estar solo, pero no puedo estar con nadie; temo mirar a sus ojos y descubrirme ante su mirada, una astenia total me ocupa. Prefiero permanecer en la penumbra viendo hacia la luz, no quiero ver lo que ya siento. El frío acero es menos indeseable que esto, dejar que encuentre la vaina en mi pecho; extirpar mi corazón cuando tanto duele, pero, temo hondamente que esto vaya conmigo a un reino del que no habrá regreso alguno. ¡Tan solo una leyenda! es tan sólo eso…

Duraron seis días con sus noches en la plaza, seis días su agonía. Una lívida llovizna y un viento frio se perpetuaron esos días. Los que intentaron huir fueron petrificados ante los ojos del condenado; les abrigó un cielo del que huyeron las estrellas. Un estupor serpeaba entre las masas cuando un vaho mefítico inundó el lugar, más de muertos que de vivos, como si los osarios hubiesen escupido a sus moradores. Los presentes excretaban toda clase de efluvios, como si quisieran salirse de sí mismos; las mujeres se desvanecían por doquier, en los brazos de sus hombres, sobre la blanda paja en las esquinas, sobre el empedrado. La horrenda muerte se cernía desde hacía días sobre aquel lugar, repelida por el horror de la escena, una gruta del Averno se había abierto en aquel lugar. Las lágrimas interminables se unían a la fría llovizna en un carnaval con los más desquiciados excesos del dolor. Yo estaba en medio de todo…

Reuní fuerza y cuanto pude para comprar a un curtidor un pergamino, un tintero y una pluma que ahora se desangra como yo con esta historia. No soy yo mismo ya, ya no. Soy a veces como un solitario condenado que pende de la rama de árbol en medio de la noche, golpeando las barras de su jaula con la desesperanza de quien tal vez no vea un mañana. Soy de esas voces que irrumpen la noche.

La llama en el candíl fulguraba sobre el pergamino, fuera de estas paredes un novilunio de media noche ilumina los viñedos.

Al levantarse el sol del sexto día, seis hombres apenas reconocibles, con el rostro deformado por sentimientos que no conocían hasta entonces; se atrevieron, después de las súplicas a bajar con una ensortijada mezcla de miedo, asco y pena aquella carroña. Cada uno de los hombres llevaba a rastras el cuerpo, con el vientre hinchado, reanimado por un aliento vago. Cuando todo fue silencio algo pasó: el sol, que ya estaba en su punto perfilaba ya las formas, la marea de niebla se había disipado; cuando todo fue muy claro, el cuerpo se abrió como una flor y ante toda aquella repugnancia se hizo el clímax, el absoluto desvarío. No cuenta el mito qué vieron aquel día, pero cada uno a sus vez, eligió el más puro objeto de su posesión, aquello que más amaban en el mundo se reflejo allí y fue llorado como si le hubiesen perdido. Por aquí y allá se desvanecían por un segundo y despertaban aturdidos como pensando en todo como en un sueño hasta que volteaban y veían nuevamente la cruenta realidad, salieron corriendo de aquel lugar cual si les persiguiera la muerte.

Un mito, solo un mito, cuanto me pesa haberle oído, al menos no he sufrido tanto. Los más religiosos se hundieron en cada rincón de los templos, el incienso y la mirra eclipsaron la primavera de aquel año. Aquel pueblo, siempre escaso de gente, estaba casi vacío; los campos fueron abandonados, las casas fueron vendidas por nada y otras fueron abandonadas sin más. En lo adelante la gente anduvo cabizbaja, no se miraban unos con otros, sentían vergüenza. De noche se veían candelillas en los ventanales y parcas sombras entre las casas, de vez en cuando el turbado eco de un sollozo, ¿Quién murió aquel día?

Me siento vagamente turbado por este relato, un mito supongo.

La llama en el candíl destella sobre esta hoja. De repente, un soplo apaga la luz. No importa, los primeros rayos del sol ya se ven sobre la plaza. Una chusma lleva días reunida ahí, les vi salir de entre todos los callejones. Les observo con cierta cautela (no me gusta demasiado la gente) desde este inmenso ventanal. Sé, eso lo constato cuando salgo entre otras cosas a comprar una botella de vino tinto como la sangre, lápiz y papel con motivo de una ocasión no muy común que luego, reconozco, verteré con gracia de mis letras; que esta ventana me permite observar a todos sin ser visto; abrigado por la sombra de su interior, mientras todos permanecen cegados por la luz. Tomaré esta hoja y la confinaré a lo más hondo de la cava, partiré el lápiz que la escribió y beberé hasta que no quede espacio en mí para tan caustico relato, aunque ahora el brillo escarlata en el cristal me asquea. Sólo hay algo que me inquieta, hace días que el condenado no deja de gritar.

Autor:

Da-Silva

2008, certamen nacional de talleristas.